Corrió
el pañuelo de flores multicolor que cubría su cabeza ahora calva. Se tocaba,
era su cabeza de una suavidad inaudita. Hacía una semana optó por raparse
definitivamente, acelerando un trámite que no tardaría en llegar. Julia -de tez
blanca, ojos redondos de aceitunas negras y nariz que aumentó potencialmente de
dimensión hacía también una semana-, estaba calva. Su azabache cabellera brillaba ahora sólo en fotos viejas. El viento podría soplar, un huracán
podría devenir que ella no lo sentiría, permanecería inmutada a la espera de un
movimiento tan deseado como irreal. Su pelo no se inquietaría. Varias opiniones de ilusos que pretendían entenderla le aconsejaron
revestirse con pelucas. Que sería divertido, que no tendría que lavarse el
pelo, incluso que podría cambiar sí se aburría, que no iba a sentir el tirón
del pelo al peinarse y miles de tristes justificaciones más. Pero eso la
enfurecía más. ¿Pelo de vaya a saber quién en mí? ¿Un gato arriba mío cubriendo
lo irremediable? –pensaba. ¡Pero si estoy pelada señores! ¡Estoy pe-la-da!
Arropada y postrada en la cama buscaba olvidarse de la cuenta regresiva, pensando en la
cabellera que tuvo y que no volverá jamás. Las recomendaciones de los médicos era que descansara y que haga el menor movimiento posible. Lo que ellos no sabían era que pensar era lo que más le dolía.
Marcelo calentaba el agua para el
caldo. El agua hervía, las burbujas iban aumentando en cantidad y él acercaba
la mano más y más a la hornalla. Y estaba a dos centímetros de la lechera, (que
no tenía leche) que tenía agua burbujeante con verdes flotando y que hervía.
Los pelos de la mano se le achicharraron y el olor a quemado acrecentó. Se dio cuenta de la idiotez que hacía y se alejó sobresaltado. Volvió en sí. –No me importa el pelo, no me importa el pelo –se decía. Sirvió
el caldo gourmet en el tazón (le agregó un poco de agua fría, para que la señorita no se queje que está demasiado caliente), lo puso en la bandeja y se dispuso a entrar al
dormitorio que distaba a dos metros, como mucho, de la cocina.
Ella pensaba en su pelo, en su pelo que
no tenía. Él se dirigía -una vez en el dormitorio- hacia la cama, con la
bandeja en manos y receptivo a cualquier comentario de mala gana, pero siempre
peludo. Julia lo olía acercarse. Él la miró expectante. Ella lo pensó con el
odio de todos en uno. Él es peludo, pensaba y lo odiaba. Marcelo se arrimó a la
cama y le dejó el caldo en la mesa de luz con una rodaja de un excelentísimo
pan lactal (-No te molestes en ir a la panadería, ¿no querido?). Ella, bien
pelada, lo veía aproximarse cada vez más hasta llegar a su cama y se desvivía
por tirarle su caldito por el cuarto y bañarlo todo entero con ese olor a
podredumbre que sólo ella tenía que tomar todos los días. Marcelo lo sabía y no
dejaba de sentirse el héroe que la aguantaba. -Qué tipo ejemplar, cómo tengo
que bancar a esta mujer, yo entiendo pero, ¡por dios!. Él no está pelado, él no tiene que tomar ese
caldito con gusto a cloaca, pensaba Julia. Ella agarraba el tazón sin embargo,
se tomaba todo el caldito y no se olvidaba de la gloriosa rodaja de pan lactal. Julia hubiese jurado que cada día ese tazón pesaba más. Él
se iba con el tazón vacío, vuelto a la cocina para terminar los quehaceres
domésticos.
Y así se iba del cuarto al que no había llegado nunca realmente. Ni una palabra entre ellos, ni una sonrisa, ni un grito. Lavaba la lechera impregnada de caldo. Removía la verdurita pegada en el tazón. Tiraba los restos del caldo. Por el agujero de la bacha se escapaba lo poco que quedaba entre ellos junto con las caricias que ayer estaban en descuento por fin de temporada y que ahora ya no quedaban más talles. Se ponía la corbata de simil seda estampada de perritos en miniatura y se olvidaba de ella. Y así se iba al trabajo, peludo y con el traje azul y la corbata barata de simil seda que lo ahorcaba por ella. Una vez que Marcelo cerró la puerta, Julia empezó a leer Anna Karenina por quinta vez. - A ver si ésta vez lo termino.
Y así se iba del cuarto al que no había llegado nunca realmente. Ni una palabra entre ellos, ni una sonrisa, ni un grito. Lavaba la lechera impregnada de caldo. Removía la verdurita pegada en el tazón. Tiraba los restos del caldo. Por el agujero de la bacha se escapaba lo poco que quedaba entre ellos junto con las caricias que ayer estaban en descuento por fin de temporada y que ahora ya no quedaban más talles. Se ponía la corbata de simil seda estampada de perritos en miniatura y se olvidaba de ella. Y así se iba al trabajo, peludo y con el traje azul y la corbata barata de simil seda que lo ahorcaba por ella. Una vez que Marcelo cerró la puerta, Julia empezó a leer Anna Karenina por quinta vez. - A ver si ésta vez lo termino.
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