martes, 27 de mayo de 2014

La puerta roble

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Con la tormenta a cuestas, Ezequiel llegaba a su casa después de una semana laboral de conferencias telefónicas, sonrisas obligadas y ensaladas en exceso. El cielo, dibujado en negro violáceo, había rebalsado lluvias todo el día. Ezequiel salió del auto dando cuidadosos saltitos para evitar que las baldosas rotas mojen sus zapatos acharolados. El agua de lluvia había mojado el pie de su puerta roble.

Mete la mano en el bolsillo externo del maletín y manosea primero el manojo de llaves de su oficina. Luego complacido encuentra las de su casa con el llavero del delfincito plástico. Él pone la llave en la cerradura mientras piensa que al abrir irá derecho a la ducha. Se pondrá la bata y comerá algo rico pero nada elaborado con una copa de vino blanco –todavía queda una bandeja de sushi en la heladera. Ya saboreaba su plan de viernes por la noche.

Abrir la puerta costó más de lo calculado. La primer vuelta giró abrupta. La segunda se quedó a medio terminar. Comenzó violentando, primero con confianza y luego histérico, el roble que lo empujaba fuera de su casa. Ezequiel y la puerta se movían al compás, adelante – atrás – adelante – atrás. Pero la segunda vuelta no quería terminar el giro. “A menos que llame a un mecánico...Nada de eso, yo puedo solo, éste es un asunto entre vos y yo”, le respondía al tablón mientras descansaba su palma al rojo vivo después de tanto combate.

Y vuelta a la carga. Sacó la llave de la cerradura para empezar de cero y sin remordimientos. Uno contra el otro peleaban ensimismados. La puerta roble, tenaz de pies a cabeza, demostraba su autoridad haciéndole imposible a su adversario el mínimo movimiento.

De tanto choque, rechoque y manoseo, el delfín plástico cayó de cara al cemento en mil y brillantes pedacitos. Miró lo que quedaba de él y recordó cuando María se lo había dado junto con la llave de su casa, y la sonrisa dientuda y sus ojos azabache. El recuerdo se materializó en violencia y quiso tirar abajo al tablón. Acompañado de un relincho, Ezequiel se abalanzó imprudente sobre el roble que mantenía su quietud. “Por lo menos me deshice de ese delfincito de mierda” –festejó convencido.

Se sentó en el escalón del hall para descansar dos segundos. Se había quedado sin batería en el celular. Eran las doce y media de la noche en su Rolex. El silencio de la cuadra era agobiante y sereno. Los faroles chorreaban humedad y el rocío empezaba a humedecer el césped. Ya no tenía hambre, no le interesaba leer ni ver tele; ponerse la bata o dejarse el traje toqueteado y transpirado, era lo mismo. Los párpados bajaban la guardia.

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