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Con la
tormenta a cuestas, Ezequiel llegaba a su casa después de una semana
laboral de conferencias telefónicas, sonrisas obligadas y ensaladas
en exceso. El cielo, dibujado en negro violáceo, había rebalsado lluvias
todo el día. Ezequiel salió del auto dando cuidadosos saltitos para
evitar que las baldosas rotas mojen sus zapatos acharolados. El agua de lluvia
había mojado el pie de su puerta roble.
Mete la
mano en el bolsillo externo del maletín y manosea primero el manojo
de llaves de su oficina. Luego complacido encuentra las de su casa
con el llavero del delfincito plástico. Él pone la llave en la
cerradura mientras piensa que al abrir irá derecho a la ducha. Se
pondrá la bata y comerá algo rico pero nada elaborado con una copa
de vino blanco –todavía queda una bandeja de sushi en la
heladera. Ya saboreaba su plan de viernes por la noche.
Abrir
la puerta costó más de lo calculado. La primer vuelta giró
abrupta. La segunda se quedó a medio terminar. Comenzó violentando, primero con confianza y luego histérico, el
roble que lo empujaba fuera de su casa. Ezequiel y la puerta se
movían al compás, adelante – atrás – adelante – atrás. Pero
la segunda vuelta no quería terminar el giro. “A menos que llame a
un mecánico...Nada de eso, yo puedo solo, éste es un asunto entre
vos y yo”, le respondía al tablón mientras descansaba su palma al
rojo vivo después de tanto combate.
Y
vuelta a la carga. Sacó la llave de la cerradura para empezar de
cero y sin remordimientos. Uno contra el otro peleaban ensimismados.
La puerta roble, tenaz de pies a cabeza, demostraba su autoridad
haciéndole imposible a su adversario el mínimo movimiento.
De
tanto choque, rechoque y manoseo, el delfín plástico cayó de cara al cemento en mil y brillantes pedacitos. Miró
lo que quedaba de él y recordó cuando María se lo había dado
junto con la llave de su casa, y la sonrisa dientuda y sus ojos
azabache. El recuerdo se materializó en violencia y quiso tirar
abajo al tablón. Acompañado de un relincho, Ezequiel se abalanzó
imprudente sobre el roble que mantenía su quietud. “Por lo menos
me deshice de ese delfincito de mierda” –festejó convencido.
Se
sentó en el escalón del hall para
descansar dos segundos. Se había quedado sin batería en el celular.
Eran las doce y media de la noche en su Rolex. El
silencio de la cuadra era agobiante y sereno. Los faroles chorreaban humedad y el rocío empezaba a humedecer el césped.
Ya no tenía hambre, no le interesaba leer ni ver tele; ponerse la
bata o dejarse el traje toqueteado y transpirado, era lo mismo. Los
párpados bajaban la guardia.
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