Cuando era chiquita viajábamos seguido. A
mi me tocaba sentarme atrás. En realidad prefería el asiento de adelante pero
mi mamá me decía que era mejor atrás. Yo tenía dos ventanillas para mirar y
ella, sólo una. No me convenció esa respuesta.
Me divertía ver los pedacitos de hielo-escarcha
pegados en la ventanilla del auto. Me gustaba verlos caer. Era un tetris a
cámara lenta y sin colores. Me detenía fijo en uno y lo seguía. Enclenque pero
estoico, se escurría por el vidrio hasta encallarse en una torre. En el
instante en que el pedacito de hielo perdido la tocaba (a la torre), todas sus
piezas temblaban. Algunas torrecitas sobrevivían. Otras no. Las mías casi siempre
morían. Yo abandonaba a mí soldado caído y buscaba otro más inteligente. Ahora
que lo pienso, hubiese sido aburrido que no se mueran. Ese fue nuestro secreto.
El de mis soldados, sus torres y yo. Yo era muy chica pero nunca voy a entender
cómo un soldado arriesgaba tanto por tan poco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario